las niñas alcasser
El 13 de noviembre de 1992, Desirée, Miriam y Toñi, de entre 14 y 15 años, salieron a bailar y no volvieron. Setenta y cinco días después, dos apicultores encontraron sus cadáveres.
Todo cambió el 13 de noviembre de 1992, cuando María Deseada Hernández Folch (Desirée), Miriam García Iborra, las dos de 14 años, y Antonia Gómez Rodríguez (Toñi), de 15 años, no volvieron a sus casas. Las tres habían conseguido el permiso de sus padres para ir a bailar a la discoteca Coolor, en Picassent, un municipio lindante.
Durante 75 días no se supo nada de ellas, hasta que sus cadáveres fueron encontrados el 27 de enero en un paraje montañoso cercano. Desde entonces y hasta hoy, Alcásser se conoce como el escenario de uno de los crímenes más horrorosos de la historia policial española y sobran razones para que así sea.
Antes de salir, Miriam llamó a su casa para preguntarle a su padre, Fernando, si las podía llevar, pero el hombre había vuelto con fiebre del trabajo y se había metido en la cama. Decidieron ir igual, haciendo dedo. A la salida del pueblo las levantaron Francisco Hervás y su novia Mari Luz, quienes las llevaron hasta la estación de servicio Marí Picassent, donde las tres chicas volvieron a hacer dedo hasta que, según los testigos, se habían subido a un auto blanco, posiblemente un Opel, en el que viajaban dos hombres jóvenes.
Miriam, Desirée y Toni nunca llegaron a la discoteca y tampoco regresaron a sus casas. No se las había vuelto a ver.
Esa misma noche, los padres de una de las chicas fueron a la discoteca, pero ya había cerrado. Los empleados que se habían quedado ordenando el lugar no las habían visto. Entonces decidieron hacer la denuncia.
Se las empezó a buscar al día siguiente, pero no se encontraron siquiera rastros de ellas. La Guardia Civil y los padres descartaban que se hubieran ido voluntariamente: no tenían problemas en sus casas y habían salido casi sin dinero.
La hipótesis más fuerte entre los investigadores era que las chicas habían caído en una red de trata y que quizás se las hubiera sacado clandestinamente de España. Por eso no sólo se las buscaba en territorio español sino también en Portugal, Francia y hasta en Gran Bretaña.
Como sucede siempre en esos casos, las pistas se multiplicaban por llamados de personas que decían haberlas visto, a una de ellas, a dos o a las tres en diferentes lugares. Pero ninguna había dado resultado.
El 27 de enero de 1993, dos apicultores, hombres de casi 70 años, caminaban por el borde del Barranco de Tous, un paraje montañoso a unos cincuenta kilómetros de Valencia, para visitar sus colmenas.
Al llegar al borde de una fosa cuya existencia no recordaban hicieron un descubrimiento que los dejó congelados: en el fondo emergía un brazo semienterrado con un reloj de hombre en la muñeca. El aterrador espectáculo los hizo olvidar del frío y de las colmenas mientras bajaban al pueblo para denunciar el hallazgo a la Guardia Civil.
En ningún momento asociaron el brazo que había visto con el caso de las tres niñas que llevaban ya 75 días desaparecidas. Encontramos un cadáver, les dijeron a los guardias. Recién horas más tarde, cuando el juez de Alcira, José Miguel Bort, ordenó al equipo forense desenterrar el cuerpo descubrieron que el cuerpo no era de hombre y que allí no había un solo cadáver sino tres, bastante descompuestos y envueltos en una alfombra. Eran los cuerpos de tres adolescentes, casi niñas.
Los cuerpos estaban maniatados y apilados uno encima del otro. Dos de ellos tenían la cabeza separada del resto del cuerpo. A pesar del deterioro de los cadáveres y de sus ropas, los forenses no dudaron de que se trataba de las tres chicas del pueblo de Alcàsser a quienes esa misma tarde, mientras los cadáveres de las tres niñas fueron trasladados al Instituto anatómico forense de Valencia, el rastrillaje policial en la fosa y los terrenos aledaños dio un primer resultado. Un guardia civil encontró una receta médica a nombre de Enrique Anglés. El nombre de Enrique no les decía nada a los investigadores, pero sí el de su hermano Antonio, de 27 años, que era bien conocido en el pueblo cercano de Catarroja y tenía antecedentes por robo y tráfico de drogas.
Cuando la Guardia Civil fue a la casa de la familia Anglés, Antonio vio llegar el patrullero y escapó por una ventana. En la casa quedaron Enrique – que descubrieron que era discapacitado mental -, su hermana Kelly, el novio de la chica y Neusa Martins, la madre de los Anglés. Poco después llegaron otros hermanos de Antonio, Mauricio y Ricardo, acompañados por un amigo, a quien un guardia identificó como Miguel Ricart, alias “El Rubio”, de 23 años, poseedor de un frondoso prontuario y socio de Antonio en el delito.
Todos ellos, menos la madre, fueron llevados al cuartel de la Guardia Civil en calidad de testigos a la vez que se libraba una orden de captura por Antonio. Al ser interrogados, todos demostraron tener coartadas sólidas y fueron liberados. Todos menos Miguel Ricart que empezó a contradecirse frente a los interrogadores.
“El Rubio” terminó confesando poco antes de la medianoche. Dijo que Antonio y él iban en el auto que levantó a las chicas en la segunda estación de servicio y que las habían secuestrado. Que Antonio las había violado y las había matado y que él solamente lo había ayudado.
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